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La ética en la administración pública. Cuando el riesgo desaparece, la ética se disuelve.

  • yosorep
  • 16 nov
  • 3 Min. de lectura

 

En el debate sobre la ética pública, solemos fijarnos en los escándalos visibles: el empresario que entra al Gobierno, el rico que dona, el político que cambia de partido. Pero hay una forma más sutil —y más corrosiva— de corrupción: aquella que se instala cuando alguien se enriquece desde dentro del Estado sin haber asumido riesgo alguno.


Esta reflexión, inspirada en las ideas de Nassim Taleb y Max Weber, propone mirar más allá de las apariencias y preguntarnos qué legitimidad tiene el enriquecimiento cuando no existe ningún riesgo para el político o representanta público. ¿Puede haber servicio público sin simetría moral? ¿Qué ocurre cuando el aparato estatal premia a quienes no se exponen a las consecuencias de sus decisiones?


Trato de iniciar una reflexión sobre la corrupción silenciosa en la administración pública y la legitimidad del riesgo como fundamento ético.


Hablemos de la administración del Estado y de cómo cada vez más está siendo apropiada por personas que no asumen riesgo alguno y se enriquecen desde dentro. Aquellos que se proclaman defensores del Estado y que ponen el grito en el cielo cuando un empresario —o alguien con una situación financiera más que desahogada— es contratado por el Gobierno o se atreve a hacer una donación a la comunidad. Sobre todo, si es del partido contrario.


Han cambiado principios por valores propios, y la ética por leyes a medida. Pero la verdadera corrupción no está en que un rico entre a participar en el aparato del Estado, sino en que alguien se enriquezca desde el Estado sin asumir riesgos. Esto último se ha convertido en norma. Y lo más grave es que la sociedad lo ha normalizado.


En esos casos que proviene de un empresario o persona rica, el dinero —y bien que lo saben— equivale a la avaricia, pero solo cuando se trata de quienes han aprendido a ganarlo por sí mismos, desde el comercio, fuera del amparo estatal. Así se construyen narrativas que denuncian lo escandaloso de tener ricos en cargos públicos, o simplemente contribuyan con donaciones al Estado, mientras se oculta lo verdaderamente sórdido: que los llamados servidores públicos se hagan ricos sirviéndose del Estado.


Y es paradójico, porque quienes acceden a la administración desde el ejercicio privado han demostrado, al menos, competencia. Han navegado las aguas turbulentas del mercado, donde no hay red ni subsidio. Y aunque el azar existe, nunca está ausente de un componente de habilidad allí donde la empresa se ha jugado la piel. Es decir, han demostrado saber desenvolverse en la vida real.


En estos casos, cabe al menos considerar que estamos ante una posible conjunción de ética y eficacia. En cambio, hay una falta inequívoca de ética en quien utiliza la administración como vía de enriquecimiento personal.



Taleb propone, en un ejercicio de coherencia —y, a mi parecer, como cortafuegos contra la sospecha— que quienes trabajen en la administración no ganen más que sus equivalentes en la empresa privada. Ese ahorro económico y esa entrega deberían beneficiar a los contribuyentes y a la comunidad a la que se dicen servir. Solo así la expresión “servicio público” recobraría su sentido: como una forma de servicio real, no de usufructo.


Ahora bien, también se argumenta que una retribución inferior al mercado puede abrir la puerta a la corrupción, convirtiendo la función pública en un vivero de privilegios interesados, favores sectoriales o proyectos clientelares. De ahí a la malversación o a las puertas giratorias hay un paso. No olvidemos que quienes redactan las leyes desde dentro son los mismos que, una vez fuera, saben descodificarlas en favor de intereses privados.



Max Weber hablaba de la “ética de la convicción” frente a la “ética de la responsabilidad”. El verdadero servidor público, según él, debía tener una vocación de servicio, no de lucro. ¿Podemos decir que esto se cumple hoy día?



A mi modo de ver, hay una ética fundamental que legitima el enriquecimiento solo cuando se asume riesgo y no se violan principios generales. Ese tipo de enriquecimiento no puede producirse en el sector público.


Y esa reputación privada contrastada no debería ser impedimento para poner su capacidad al servicio de la comunidad.


En el plano funcional, la eficacia de quienes vienen del sector privado está probada y puede ser beneficiosa en el ámbito público. Lo fundamental es que exista una simetría moral: quien toma decisiones que afectan a otros debe estar expuesto a las consecuencias. El burócrata que legisla sin exponerse a los efectos de sus leyes rompe esa simetría.


Parece, por tanto, que hay una tendencia en la función pública que instala una lógica de incentivos que favorece el soborno implícito. Y esta dinámica genera patrones de conducta y normaliza actuaciones corruptas, perpetuando un sistema que anima a los siguientes a participar de la misma lógica. No es una generalidad, pero sí una posibilidad real.


¿Cómo se purifica un sistema que premia al que no se juega nada?



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